Mientras los políticos firman cada año acuerdos para reducir las emisiones que están detrás del cambio climático para incumplirlos después, los científicos están buscando vías para reducir su impacto. Desde colocar enormes espejos en el espacio para rebotar la radiación solar a convertir los océanos en sumideros de carbono, la geoingenería propone alterar el clima a escala planetaria.
Aunque los ecologistas temen que sea peor el remedio que la enfermedad, la dispersión de partículas reflectantes en la troposfera gana enteros como la mejor arma contra el calentamiento. Un estudio ha analizado seis posibles mecanismos para esparcirlas allí arriba, encontrando que una flota de aviones diseñados para esa misión sería la última línea de defensa para evitar el desastre.
Investigadores de las universidades de Harvard y Carnegie Mellon, junto a la empresa Aurora Flight Sciences, todas estadounidensse, han elaborado un informe sobre varios sistemas de gestión de la radiación solar que llega a la superficie de la Tierra. Han puesto el foco en la viabilidad técnica y el análisis de costes económicos de llevar toneladas de aerosoles hasta la troposfera, unos 20 kilómetros por encima de nuestras cabezas. No entran a valorar su eficacia ni sus riesgos, que dejan a los políticos.
La gestión de la radiación solar es una de las mayores apuestas de los geoingeniero para mitigar los efectos del calentamiento. Copiando un fenómeno natural como es el de la reducción de la temperatura provocada por las nubes de las erupciones volcánicas, los científicos han ensayado en laboratorio varios sistemas para recrear esta pantalla protectora.
Pero este nuevo estudio huye de polémicas. Sus autores, que lo acaban de publicar en Environmental Research Letters, se han limitado a analizar la viabilidad de seis tecnologías desde el punto de vista de la ingeniería y su coste económico. Analizaron desde la formación de una flota de aviones hasta el uso de cañones, pasando por varios dirigibles como medios para dispersar las partículas.
«El sistema más factible en este momento parece ser la fabricación de aviones de nuevo diseño», explica Jay Apt, director del Centro para la Industria Eléctrica de la Carnegie Mellon y coautor del estudio. Por su elevado coste, desaconsejan el uso de cohetes o cañones. Los primeros, desplegarían sus alas una vez llegados a su destino y, dispersadas las partículas, replegarían sus alas y caerían al suelo. En cuanto a los cañones, comprobaron la dificultad de usar unos nuevos de 16 pulgadas que está creando la Marina de EE.UU.
DIRIGIBLES, COHETES Y CAÑONES
La opción más barata teóricamente es la de usar dirigibles como dispersores. La nueva generación HLA poco tiene que ver con los zeppelin pero aún así, su maniobrabilidad a tan alta altura es un reto que la ingeniería actual no puede garantizar. Por eso, los investigadores apuestan por los aviones. Analizaron cinco tipos de aeronaves que hay en el mercado, desde un Boeing 747 hasta el bombardero supersónico Rockwell B-1B. Pero si los primeros no están diseñados para volar a 20.000 metros de altura, los segundos tendrían un coste de operación muy elevado.
El estudio sugiere diseñar un nuevo avión específicamente preparado como un dispersor desde cero que podría superar el principal obstáculo que tiene el resto de opciones: la altura. Se podría desplegar una flota de varias decenas de aeronaves a entre 18 y 25 kilómetros y en una franja que va desde los 30º norte y los 30º sur, en la zona intertrópicos, donde se concentra la mayor parte de la civilización. Esta flota sería capaz de reducir el flujo solar en un vatio por metro cuadrado dispersando en la troposfera un millón de toneladas de aerosoles (partículas de dióxido de azufre) al año.
El coste de llevar unos 20 kilómetros arriba esa cantidad de partículas y dispersarla iría desde los 800 millones de euros hasta los 1.500 millones cada año, dependiendo de la tecnología usada. Para los autores, esta cifra es más que asumible. Los daños derivados del cambio climático o el dinero dedicado a reducir las emisiones de carbono podrían suponer entre el 0,2% y el 2,5% del PIB mundial en 2030, según datos del IPCC. En euros, eso serían entre 160.000 millones y 2 billones de euros. Ninguno de los seis sistemas que analizan los investigadores costaría el 1% de esa cantidad.
Aunque el foco del estudio no es la eficacia de la gestión de la radiación solar ni sus posibles efectos secundarios, sí reconocen que es algo a tener en cuenta. Un sistema a escala global como este, podría alterar de forma irreversible el clima cambiando, por ejemplo, el régimen de lluvias de terceros países.
Hay otro riesgo: que los políticos usen estos aviones como tirita. «Debemos tener mucho cuidado y destacar que el bajo coste de la geoingeniería es sólo un aspecto de la gestión de la radiación solar», advierte Apt. «Hay muchos otros aspectos y esta opción no debería servir a los países para dejar de controlar sus emisiones sino como último recurso en el caso de que los daños climáticos sean inminentes», añade.
Fuente: MadrI+D